Y me escapé por la ventana más pequeña de la casa para que no me vieran y llegué hasta aquel lugar alto que veía todos los días desde el callejón viejo que quedaba escondido detrás del último rincón de tu casa.
Y dejé escrito en una piedra los dos nombres de un par de ángeles muy confisgados: Custodio y Antonio. A Custodio lo conozco desde hace ya tiempo, gran amigo de aventuras y una que otra loquera, y a Antonio apenas lo bauticé así un día de estos en el concierto de grillos y abejorros al que me invitó la niña de ojos lindos que ahora no encuentro.
Animo!-me dijo Antonio, - que sé donde se escondió: justo detrás de tu casa. Y en ese momento Custodio lo confesó todo, la había guardado ahí para que no se me perdiera y que fuera fácil localizarla. Había olvidado decirme, como es usual, este pequeño detalle. Y entre enojos y alegrías, le agradecí el gesto.
Después de mil vicisitudes para escribir los dos nombres de mis amigos, empecé a correr cuesta abajo para llegar hasta el escondite de esta niña que te cuento. Y no era broma, todavía estaba allí. Tenía frío, hambre, estaba muy sucia y preocupada. Lo cierto, es que le bastó tomar mi mano para que la paz y la claridad volvieran a ella, y me di cuenta que efectivamente sus ojos eran de un color espectacular, indescriptible, algo extraordinario y ahora el preocupado era yo, se me había grabado su mirada y ya no me iba a olvidar nunca de ella.
Custodio lavó sus manos y pies, Antonio preparó comida y se disculpó miles de veces pues él había sido nombrado ángel de la guarda de esta niña y nunca se había preocupado de cuidarla como debía... Ese día estaba saldando su cuenta con ella y le prometió no volver a dejarla sola. En mis adentros, deseaba yo que Dios me convirtiera en ángel, en su ángel para ser yo quien la cuidara siempre. Lo cierto es que Dios sabe lo que hace, jamás hubiera servido de ángel y como niño me la pasaba muy bien.
Listo!-dijo Custodio, y se refería a que la tarea de cuidarla y darle un segundo aliento, estaba cumplida. No pude dejar de verla, estaba muy linda. Tan niña como yo y tan linda como el cielo. Dejé que saliera por la pequeña ventana que me sirve de escape siempre. Ni mamá, ni papá se dieron cuenta. Y había robado dos jerberas blancas del jardín de abuela para ponerlas en su pelo. Claro, a como yo se las ponía, su carita se fue poniendo roja, como que tenía vergüenza. Que alegría verla tan feliz.
Y ayer cuando fui niño, grabé con mucho detalle su mirada, sus ojos y su rostro a la par de los nombres de mis dos amigos, en aquel lugar alto que veía todos los días desde el callejón viejo que quedaba escondido detrás del último rincón de tu casa. Y lo hice porque hoy que no soy tan niño, existe gran riesgo de que me olvide que querer a alguien con el corazón implica ser niño, muy niño, con una amplia dosis de ilusión para creer que los sueños existen y se vuelven realidad. Hoy antes de dormir, podré ver por la ventana y ver su rostro que todavía se sonroja cuando le pongo una jerbera en su cabello y podré ver sus ojos celestes que todavía hoy de viejo, no puedo olvidar.
Custodio me avisa que ya es hora de dormir. Antonio se fue con ella y de seguro la estará cuidando bien.